LIVING IN PARAGUAY: 1- Valle Caré (Itaugua)
Valle Caré, (que traducido del guaraní significa “valle torcido”), es realmente un falso valle que se extiende tras las laderas del Cerrito, el único promontorio que rompe la inmensa llanura de unas tierras carentes de montañas.
A unos cuatro kilómetros de Itaugua y a treinta de Asunción, discurre esta sucesión de terrenos verdes, abiertos por la tierra roja de las pistas sin asfaltar o el también rojizo empedrado, que es el modo intermedio entre la pura tierra y el asfalto de la Ruta 2: unas sencillas piedras planas enterradas ‘nomás’ en la arenosa tierra.
Un asunto nada baladí por estos pagos, ya rendidos y hartos de que los políticos se rían en su cara cuando a alguno se le ocurriese plantear que se asfalten las calles (como ellos así llaman a la mordida de la pala excavadora, a un metro de profundidad del resto del terreno). Y aunque todavía guardan cierta esperanza en que al menos les llenen de empedrado las pistas que aún no lo están, la mayoría no espera ya nada ni hace nada al respecto. Bueno, acaso unos pocos, los menos, se atreven a referirse, como utópico futurible, al alumbrado público, que rescate las tenebrosas rutas del manto negro de la noche.
Hasta hace unos días Valle Caré carecía también de agua corriente. Existía tan solo una ‘aguatería’ privada que suministraba a los vecinos. Ahora, al fin pública, a punto está de concluir los enganches de las ansiadas traídas. Otro asunto tampoco nada baladí, ya que la escasez de agua no sólo dificultaba la propia higiene personal o alimentaria, sino que impedía plantear cualquier clase de cultivo, lo que enquistaba aún más el grado de pobreza, muy acusado en el valle.
Curioso resulta observar las viviendas, la inmensa mayoría autoconstruidas sin ninguna clase de exigencia por parte de sus propietarios, con ladrillo artesano de baja calidad y cemento, que se quedan siempre a medio concluir, porque nunca alcanza para el recebo, ni mucho menos para la pintura. Ni tan siquiera para los cristales o las ventanas, suplidas en muchas de las construcciones por sencillas contraventanas de madera machihembrada.
Son viviendas, en su mayoría, muy pequeñas, con apenas dos o tres piezas mal iluminadas o por completo a oscuras, (justo es decir que también hay otras bien acabadas, con preciosas fincas) pero todas con un terreno que nunca se ve cultivado. Si acaso crecen en ellos algunos frutales: bananos, mangos, papaya, maracuyá… Ni siquiera la mandioca, omnipresente como el pan en la mesa de un gallego, parece cultivarse en las huertas de cada uno y la mayoría la adquiere de vendedores que a pie, en carretilla o carro de caballo, venden sus productos a domicilio por todo el valle.
El resto de mercancías corrientes puede adquirirse en cualquiera de las muchísimas ‘despensas” que se encuentran dispersas. Son muchas las casas que aprovechan parte de la planta baja para montar pequeñas tiendas en las que los vecinos suelen surtirse de todas aquellas cosas de primera necesidad (y otras de no tanta urgencia).
Estas despensitas (algunas con servicio de librería e internet o peluquería) evitan a los parroquianos tener que desplazarse hasta el mercado de Itaugua, o a los supermercados de la zona, misión para la que la motocicleta es el principal medio de transporte. Los automóviles también, aunque en menor medida, dado lo caros que resultan respecto a los vehículos de dos ruedas.
Y, para la gran mayoría, el ‘colectivo’, como así se denomina a los autobuses de línea que aquí conforman una flota en la que el vehículo más moderno supera de largo los cuarenta años. Destartalados por un superávit de uso intensivo, pero decorados por sus propietarios con banderolas y peluches multicolores, soportan el sufrimiento impuesto por las infernales rutas repletas de baches, badenes (lomoburro, se laman aquí) piedras, socavones, barro y cunetas sin desbrozar. Sorprende que resistan, que continúen ahí día tras día, dando servicio, lo mismo que algunas motocicletas que no se sabe bien como con tanto óxido, desgaste y piezas de toda clase y procedencia, llegan si desencajarse por completo a su destino.
Además de las casas con terreno de cada vecino, en Vallé Caré se cuenta con un centro de salud, poco dotado, pero que resuelve las primeras consultas médicas básicas. Hay también dos centros escolares cristianos, fincas ganaderas en las que son numerosas las vacas de razas suiza, una carpintería y el Parque Pacurí, un lugar de esparcimiento que, por una módica entrada, cuenta con una pequeña zona de pesca y una especie de balneario. También hay seis iglesias, una de ellas de culto evangélico y el resto, católicas.
La vida en la zona es tranquila. Los vecinos se despiertan con el canto de los gallos, que al igual que las gallinas, viven en plena libertad durante el día, invadiendo pistas y fincas ajenas con total impunidad. Desde primera hora, desde todas las casas llegan acordes de los equipos estéreo, que ponen banda sonora permanente a todo el valle.
La música es más imprescindible que cualquier otra cosa aquí, excepto la hierba mate, (consumida sobre todo con agua fría con hielo, preparación que denominan ‘tereré’) mezclada con otras hierbas refrescantes y diversos ‘remedios’ que es la acepción para todas las sustancias con fama de curar o prevenir cualquier afección. Todo el mundo carga su termo de agua fría a todas partes y toma a todas horas. El hielo se consigue cargando de agua botellas de plástico que otrora contuvieron algún tipo de refresco y que una vez congeladas, se cortan a cuchillo por su plástico para luego, de un golpe, extraer perfectos bloques de hielo. Los termos son de todo tipo, pero la mayoría capaces para al menos dos litros. Muchos de ellos se adquieren forrados en piel, incluso con el nombre y el cargo personalizados. “Miguel Ángel Bodadilla, Abogado”, por ejemplo.
Las hierbas medicinales, junto con el mate, son otra de las características distintivas de las gentes del lugar. Son numerosos los puestecillos callejeros que venden hierbas para ‘remedios refrescantes’ y, en los mercados de la zona (Ituaugua, San Lorenzo o Capiatá) son también muchos los negocios especializados en la venta de hierbas de toda clase.
Estamos en otoño y anochece temprano, a las cinco y media. Amanecer, amanece a las seis. Son pocas las horas de día y aquí se aprovechan al máximo. En la noche, tan sólo las bombillas titilantes de cada casa, iluminan, perdiendo en ocasiones la mitad de su intensidad, en un oscilar continuo. El resto son los faros de las motos y algún auto ocasional, sin contar las luciérnagas. La banda sonora la ponen los grillos y los ladridos de los perros. Es hora de acostarse en Valle Caré.
LIVING IN PARAGUAY – 2-No todo es lo que parece
Las cosas, aquí en Paraguay, no son siempre lo que parecen. Por ejemplo, los limones. Uno juraría ver naranjas, incluso al cortarlos, porque son de ese color y forma, pero en realidad son limones, aunque su sabor tampoco sea el mismo de los limones comunes. Y vuelve a suceder lo mismo con los refrescos de este sabor. Son raros, para empezar. Nada de Fanta Limón, ni Mirinda, (que también se sigue fabricando aquí) ni otras marcas de refrescos locales. Todo lo más, sabor citrus, que le dicen. Todos los refrescos amarillos son en realidad de piña, manzana o cualquier otra cosa, menos limón. Ni el Aquarius de limón se vende por aquí, aunque sí de manzana.
Lo mismo que con los limones sucede con las mandarinas, de tamaño gigantesco, que uno identifica como cítrico, pero nada más. Abundan también los pomelos que, de tantos, caen por su peso al suelo y ya ni se recogen. E impresiona igualmente el tamaño de algunas zanahorias, que ya no recordaba que pudiesen ser así.
Pero en esta tierra que juran es fértil, la paradoja es que las hortalizas y verduras resultan, en su mayor parte, más caras que en España. Sorprenden los precios de la lechuga, acelgas o pimiento rojo (a más de 9 euros el kilo). Incluso los huevos, pese a que las gallinas las hay por doquier, salen al mismo precio, más o menos.
A un gallego, sabedor de que la patata es originaria de América, le asombra ver que apenas hay una sola clase, papa negra, que venden envuelta en turba negra o, bien, la misma, lavada y más cara. Y el consumo del tubérculo base de todos los platos de Galicia que se precien, son aquí reemplazadas por la mandioca, que sirve también como sustitutivo del pan y es imprescindible, por tanto, en cualquier comida. La mandioca, conocida también como yuca, es un tubérculo que suele encontrarse siempre por el suelo en los mercados, algo que no deja de llamarme la atención.
El pan, otro de los clásicos imprescindibles en la mesa de todo buen gallego, aquí no se llama pan, sino galleta. La variedad de ellos es escasa: galleta (bollitos redondos pequeños), felipito (parecido a un bollito de bocadillo) y poco más. Nada de barras de pan estilo francés, ni chapatas, ni baguetes, tampoco roscas ni moletes, ni nada más grande que un puño. Fuera de eso, tan sólo pan de sandwitch, hamburguesa y los típicos envasados.
Como este no es país de mar, aunque sí de lagos y ríos, el pescado no ocupa más de un arcón de congelados en cualquier supermercado. En ellos lo más que uno puede encontrar son algunos pescados de río. Y por supuesto no hay a la vista nada parecido al marisco, ni cefalópodos siquiera.
Y otro de los productos básicos en nuestra dieta, el aceite de oliva, aquí se encuentra, todo lo más, en botellas de cuarto y medio litro, dados sus precios. La mayoría se importa de Italia y España y su precio es casi prohibitivo.
Por contra hay muchas frutas tropicales deliciosas: maracuyá, mango, papaya, aguacates (el triple de grandes y sabrosos de los que se suelen ver por ahí, que aquí suelen aderezar con azúcar, como si de un postre se tratara), guayabas, níspero, banana… y uno no tiene más que acercarse al árbol y tomarlas así: nunca mejor.
LIVING IN PARAGUAY 3- El colectivo
El transporte colectivo en autobús es, en Paraguay, singular y llamativo. Operan numerosas compañías que cubren la mayor parte de las rutas, por más que estas sean de tierra, empedrado o asfalto. Lo primero que llama la atención son lo coloridos que se presentan, pese a que la mayor parte del parque móvil de colectivos superan de largo, como media, más de treinta años de servicio.
El colorido exterior se refuerza con la decoración interior, en la que no faltan banderolas, peluches, espejos y enormes altavoces sacados de una convección de tunning. Uno acaba pensando que el chofer es propietario y aquello el salón de su casa. Todo ello contrasta con la vejez de los asientos, varias veces retapizados por lo barato, las barras del techo y verticales, sujetas en alguos casos con alambres e, incluso, con muchos de los vidrios de las ventanas rajados de soportar tanta vibración y bache.
Nunca falta, junto, al conductor, un muchacho, sentado en el asiento más delantero, (en cuyo interior siempre hay una nevera) cuya función es incierta, ya que ni cobra (salvo contados casos), ni revisa billetes. Eso sí, prepara el tereré –mate frío- y lo comparte con el chofer, baja a por hielo si hace falta y no se sabe cuántas cosas más.
Lo mejor de todo, su precio: 2.000 guaraníes, o sea, 40 céntimos de euro y, también, que pasan con frecuencia y son, por tanto, indispesables y altamente utilizados.
En Valle Caré, Itaugua, los colectivos son Mercedes de más de 50 años, que crujen, chirrían y desesperan en cada irregularidad del firme. No tienen parada fija y cualquier vecino no tiene más que acercarse al pie de su casa y hacer una señal. También se detiene allí donde se le señale, con lo que es cómodo para todos, máxime cuando es frecuente ver a mucha gente cargada sacos y bultos grandes desde el Mercado.
Es normal que, entre parada y parada, suba algún vendedor ambulante, con lo que, en un trayecto de Itaugua a Asunción, por ejemplo, pueden desfilar entre diez o doce vendedores. Unos con peras y mazanas, otro con bananas, un tercero con refrescos o chocolatinas o chipa, ajos, mangos, caramelos o cualquier otra cosa, como antenas de TV o calcetines. También pueden, con menor frecuencia, aparecer músicos que hacen su espectáculo, con público asegurado, y mientras no llegan a la siguiente parada hacen su tema completo y siempre da tiempo.
No encontraremos en estos colectivos cosas como baños, conexiones wifi o pantallas de video, pero resultan, eso sí, si acaso más entretenidos y hasta a veces, entre baches y empedrados, uno ve a los niños divertirse como si viajasen en la montaña rusa, saltando y chilando en los asientos. Máxime teniendo en cuenta la calidad de algunos choferes, (que aceleran más rápido que Fernando Alonso en las salidas y apuran más la frenada que Valentino Rossi), con lo que, de no estar uno bien sujeto, acaba comiendo la cabeza de pasajero de delante.
Y qué decir a la hora de bajarse: casi nunca para del todo. Vamos, que casi la gente se tira en marcha (igual que sube en marcha) y el tiempo en las paradas es menor que en el box de McLaren lo días de Gran Premio.
Pero, pese a todo, cumplen su función, mejor, peor, de otra manera, cada uno lo valore como mejor considere. Pero eso sí, diferente y muy entretenido.
Pacocho Corbeira.