Desde que tenía 20 añitos, ¡Qué tiempos aquellos!, me encantaba parar los Sábados por la tarde en una popular cervecería de A Coruña. El ambiente, el barullo, el murmullo de la gente que abarrotaba esa inmensa cervecería me encantaba, aunque hubiese que hablar a gritos de debido al constante barullo popular. Una auténtica delicia, cada semana era pasar los días de Lunes a Viernes esperando que llegase el sábado por la tarde después de la película para quedar en la cervecería, sentarse en la mesa y compartir experiencias con los amigotes.
El entonces encargado de dicha cervecería era un señor alto, orondo y desgarbado. Según pude enterarme por fuentes fidedignas, cada año salía a subasta la concesión de esa cervecería, y una vez reunidas las ofertas, la propia fábrica y dueña del local le soplaba a su amiguete antes del concurso cuál era la oferta más alta, para que él raudamente la pudiese subir en mil pesetejas. Una nimiedad. Así funciona el país.
Pero lo que no me pareció ninguna nimiedad, fue un espectáculo, no sé si llamarlo patético, triste o asqueroso espectáculo, que pude comprobar un sábado por la tarde a finales de los años ochenta. Fue una lástima que entonces no existiesen teléfonos móviles para poder grabar la guarrada y que la gente me creyese, porque al contar esa guarrada puede sonar a inverosímil.
Lo cierto es que yo me encontraba con los amigos del barrio en una mesa, una noche que estaba la cervecería abarrotada y con los camareros inmersos en un ajetreo constante. Yo estaba sentado justo enfrente del encargado que estaba en la barra al lado de una limpiadora. Y pude ver cómo dicho encargado miraba de reojo a un lado y a otro, furtiva y clandestinamente, lo cual me llamó la atención inmediatamente. Perplejo, intrigado y extrañado, me quedé mirando para el encargado mientras bebía mi caña de cerveza. Y claro, como dicho encargado miraba furtiva y clandestinamente primero a un lado y después al otro, se olvidó de mirar de frente y percatarse de que yo lo estaba viendo.
Entonces vi algo realmente sorprendente. Dicho encargado, después de mirar de esa intrigante forma a los lados, al ver que nadie lo estaba mirando desde ninguno de los lados, aunque yo sí que lo estuviese mirando de frente, inmediatamente cogía los vasos usados con un poquito de cerveza sobrante que los camareros le dejaban a la limpiadora que estaba al lado de él. Entonces, después de coger los vasos metiendo el dedo dentro de ellos, subrepticiamente cogía debajo de la barra un vaso limpio, en el cual echaba las babas sobrantes de clientes que había dejado algún sorbo de la cerveza. La cerveza es un regalo de los dioses, concretamente Benjamin Franklin acertó a decir que Dios nos amaba, y que la prueba era que nos había regalado la cerveza para poder disfrutarla. Así que tirar cerveza, aunque esté usada y llena de babas, gérmenes y sólo el propio Dios sabe-qué-más, debería ser un delito, pero es un auténtico pecado. Y este asqueroso encargado, como buen cristiano creyente y piadoso, no se atrevía a ofender a Dios tirando el precioso regalo líquido que obsequió a los mortales. Así que, entre mirada de reojo a un lado, y mirada de reojo al otro, ese guarro católico rellenaba un vaso limpio hasta la cuarta parte con babas sobrantes de otros clientes.
Una vez efectuada esa hazaña digna de los héroes homéricos, y siguiendo mirando de reojo a todos lados menos a enfrente suya, donde yo estaba tomando mi garimba con los primeros síntomas de fuertes retortijones en el estómago, una vez rellenados varios vasos limpios con una cuarta parte de babas sobrantes, dicho cristiana pío, rellenaba esos mismos vasos ahora con una cuarta parte de babas (que no fueron regaladas por ningún Dios), hasta la mitad con una palangana llena de espuma que tenía debajo del grifo donde en teoría, debía servir ese dorado regalo divino en su forma fresca, limpia y con fuerza en las burbujas. Y rellenaba ese artista de la Hostelería esos vasos hasta la mitad con la espuma que sobraba en la palangana, pues no sólo es pecado tirar la cerveza sobrante aunque esté llena de babas, sino que también es pecado tirar la espuma sobrante en esa asquerosa palangana. Luego, para dar apariencia de higiene y completar el paripé, dicho guarro ponía cara de solemnidad, y entonces sí que arrimaba los vasos al grifo donde sí que sale ese dorado regalo divino en su forma fresca, limpia y agradable. Y lo hacía con la satisfacción generada por la convicción de que nadie le había visto perpetrar esa guarrada ni a un lado ni al otro. Pero delante, justo enfrente de él, estaba yo, y también mi cerveza, y no nos encontrábamos solos, puesto que también estaba mi estómago diciéndome entre retortijones que no quería más mejunje de ése, por mucho regalo divino que fuese. Entre las fuertes ganas de vomitar y la cara de ese asqueroso pensando que le había salido bien la jugada, aunque más bien debería ser denominada la jugarreta, dejé mi cerveza, viendo atónito cómo ese pócima con una receta más secreta que la de la Coca-Cola era repartida entre la población coruñesa que acudía a ese antro de mala muerte. Dejé mi caña casi por la mitad, e intenté adivinar mediante cálculos matemáticos la composición de ese dorado líquido regalo de los Dioses que ese encargado malencarado ofrecía a su clientela. Según mis cálculos, de cada vaso de caña de cerveza surtido por ese genio de la Hostelería coruñesa, cada vaso contenía, siempre aproximadamente, una fórmula secreta, tan secreta que sólo la conocía el inventor de ella, compuesta por:
1/3 del mejunje del vaso compuesto por babas de clientes anteriores, aderezado con sabores exóticos de los dedos que había metido dentro del propio vaso.
1/3 de espuma sobrante de la palangana, justa y equitativamente repartida a partes iguales entre los diferentes vasos, pues dicho encargado, llevado por su amor a los vasos y al oficio, los trataba como a hermanos y repartía entre ellos.
Finalmente, otro 1/3 de auténtica cerveza de verdad, ésta sí regalo de los Dioses y no condimento del diablo.
Pues después de todo, cuando se cuenta una mentira, hay que darle visos de veracidad, e, igualmente, cuando se hace una guarrada de tamaño calibre, hay que aderezarla con un poco de saborcito para engañar a estómagos sensibles como por ejemplo el mío.
Y es que los Americanos, tan científicos en estas cosas, lo llaman el “efecto salchicha”; el efecto salchicha se puede resumir en lo siguiente: Si algo te gusta, no procures enterarte como se hace…
Y ni que decir tiene que he vuelto a pisar dicha cervecería, pero para quedar con algún amigo, y llevármelo de ella inmediatamente antes de que coja alguna grave infección. No he vuelto a probar ese mejunje producido en los laboratorios químicos de ese innombrable guarro desde hace ya más de 25 años… Ni pienso volver a probarla aunque él ya esté jubilado, o probablemente haciendo experimentos químicos en el infierno en compañía del diablo, porque ya sólo entrar allí y poner el pié dentro, mi estómago se queja, se rebela y protesta. Y creo que tiene toda la razón.
Que paseis un feliz verano.