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No soy muy llorona en la vida real, lo cual no me gusta porque creo que el llanto cumple una función de desahogo importante, pero sí lo soy cuando escribo. Lloro cuando me enfrento a escenas emotivas o cuando tengo que matar a algún personaje al que tengo cariño. También lloro cuando acabo una obra, sobre todo al poner la palabra “Fin”. Pero hay que hacerlo.

 

Hoy sé que voy a llorar al escribir esto. Ya estoy notando un nudo de congoja en el tórax. Pero hay que hacerlo.

14 de abril. Pocos pestañearán siquiera ante la fecha. Alguno dirá: “Sí, es el día que se instauró la II República en España”. Y poco más. Para mí el 14 de abril es una fecha para recordar. Este año, hará veintisiete que murió mi padre.

Fíjense en que he dicho una fecha para recordar, no una fecha triste. Hace mucho tiempo que decidí borrar de mi memoria los últimos horribles seis meses de la vida de mi padre para centrarme sólo en los recuerdos buenos. Yo tenía 17 años, él, 65. Nunca pudo disfrutar de su ansiada jubilación, tres paquetes de tabaco al día y una mierda de enfermedad se lo impidieron.

Mi padre me enseñó muchas cosas, entre ellas, a tocar la guitarra. Aún recuerdo aquellas interminables tardes ensayando horrorosas canciones de tuna. Yo hacía el acompañamiento, y he acabado tocando mejor que él. Creo que eso me inclinó hacia el rock and roll definitivamente. Otras, simplemente, las heredé, como su peculiar sentido del humor, la necesidad de comerme la vida a bocados y a disfrutarla hasta el límite y ciertas inclinaciones artísticas. Él escribía un poco, sentencias y pensamientos sueltos en sus recetas médicas. Las guardo como oro en paño en una caja y jamás se las enseñaré a nadie. Pero en lo que era realmente un fiera era en el modelado de esculturas y en hacer maquetas de barcos. Tenía hábiles manos de cirujano que yo, por desgracia, no he heredado. Era capaz de tirarse cinco horas seguidas trebejando en sus bustos o en su barcos y apuntaba cuántas horas le había llevado cada obra. Porque mi padre era metódico y ordenado, cosa que tampoco he heredado. Me enseñó también a divertirme haciendo crucigramas y dameros, a amar el campo y a respetar la naturaleza, a apreciar los paseos interminables de las tardes de verano y las tertulias al aire libre en las cálidas noches del mes de Julio, a las reuniones en invierno frente a la chimenea asando castañas, a cazar grillos para después devolverles la libertad, a cien mil pequeñas cosas que conforman la tela de araña de los recuerdos de la infancia. Y todas ellas son aficiones que mantengo a día de hoy.

A veces me pregunto si estaría orgulloso de mí hoy en día. Puesto que me dejó a medio hacer, si no puede verme no sabrá en qué se ha convertido la adolescente rebelde y desafiante con la que discutía a todas horas. Por mi parte, sólo puedo decir que lo eché terriblemente de menos el día que acabé la carrera, el día que me convertí en funcionaria, el día que me casé y el día que nació mi hijo. Supongo que sí he conseguido colmar todas sus expectativas sobre mí en la vida: tengo un trabajo, tengo una familia y soy todo lo feliz que puedo ser.

 Y esto es todo, sólo quería dejar un recuerdo por escrito, un homenaje. Me sigo acordando de él todos los días, de lo bueno, de los buenos ratos, de las risas que nos hacíamos. A veces, me acuerdo hasta el dolor.

Por cierto, papá, si puedes leer esto, ya te vale con tu maldito humor negro: sólo a un monárquico convencido como tú se le podía ocurrir ir a morirse el día de la República. Te quiero.

Ana Vázquez Villareal.

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