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LOS SAPOS Y EL PRÍNCIPE

Érase una vez una feliz pareja que decidió completar su dicha teniendo un hijo. No importa si era el primero, el mediano o el último: para esta historia es irrelevante, al igual que el sexo de la criatura. A su debido tiempo nació el bebé con toda salud y del mismo modo se fue criando, para alegría de sus padres.

Un par de años después, los padres empezaron a observar en su niño cosas que no acababan de gustarles: el crío tardaba en arrancar a hablar y parecía aferrarse a ciertas rutinas. Además, hacía movimientos repetitivos y no socializaba como debería con los otros niños en la guardería. El pediatra no le dio mucha importancia, pero les aconsejó consultar con un psicólogo infantil si así se quedaban más tranquilos. Así lo hicieron. El psicólogo vio medianamente claro lo que sucedía, pero presentó un informe farragoso y aconsejó llevarlo a un terapeuta. Y así se encontraron con el sapo del miedo.

El terapeuta vio al niño, que ahora además empezaba a mostrar conductas desafiantes ante un mundo que no comprendía, y vio bastante claro lo que sucedía, pero no dijo nada. Aconsejó a los padres llevar al niño a un psiquiatra. Y así se encontraron con el sapo de la indiferencia.

El psiquiatra vio al niño y prescribió medicación, mucha medicación. Al niño no le sentaba bien y así se lo dijeron los padres al médico, que no hizo el menor caso y acusó a los padres de inconscientes e irresponsables cuando decidieron suspender el tratamiento. Y así se encontraron con el sapo de la soberbia.

Entretanto, el niño iba creciendo y fue escolarizado en un centro ordinario, donde desde el primer día removieron Roma con Santiago para intentar convencer a los padres para que lo cambiaran a un centro de educación especial, aunque para eso tuvieran que renunciar a integrar al chico con los otros niños “normales”. Alegaron, y en el fondo no les faltaba razón, que el sistema educativo no estaba preparado para alumnos con aquella problemática. Y así se encontraron con el sapo de la mezquindad.

Los padres cada vez estaban más tristes y preocupados e intentaban ayudar al niño como podían dentro de su ignorancia. Y cuando ya estaban al borde de la desesperación, se enteraron de que había un príncipe muy bueno que podía ayudar a su niño. Acudieron a él con muy poca fe, pensando que probablemente les tocaría besar a otro sapo.

El príncipe, que era muy guapo y muy amable, increíblemente amable, pasó varias tardes con el niño, todas las que necesitó hasta estar seguro de lo que sucedía. Al niño se le veía a gusto con él. Y al final, el príncipe habló:
-Vuestro hijo tiene un Trastorno de Espectro Autista y necesita trabajar de una forma diferente para mejorar. Esto es un trabajo en equipo y cada uno de nosotros tendrá su función. En mi colegio estará en un aula sólo con tres niños más y atendido por dos profesionales que adaptarán el aprendizaje a sus capacidades y objetivos. Le enseñaremos a vivir en comunidad, a adquirir autonomía personal, a comunicarse dentro de sus posibilidades y, en resumen, a llevar una vida feliz y plena: la que se merece. La que todos y cada uno de nosotros merecemos.

A partir de entonces, la alegría volvió a la vida de aquella familia y el niño creció feliz, aprendiendo poco a poco a adaptarse a aquel mundo tan hostil. Los padres estaban muy contentos porque por fin habían conseguido besar al príncipe, después de tanto sapo. Pero un día, pensando en cuántos padres no tendrían la misma oportunidad, ya fuese por desconocimiento o por no tener uno lo suficientemente cerca, no pudieron evitar volver a ponerse tristes.

Moraleja: cuidado con las compañías, hay mucho sapo disfrazado de príncipe suelto por el mundo.

Ana Vázquez Villarreal, madre de un chico de 16 años con TEA.

2 de Abril, día de la concienciación mundial del Autismo