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La mañana que murió mi padre, me quede atrapado dentro de un espejo. Tal y como lo llevábamos haciendo desde que lo mandaran del hospital a casa tras casi dos semanas allí encamado, mi madre y yo lo aseábamos cada día, aireábamos la habitación y lo mirábamos incrédulos e incapaces de asimilar que en poco más de un mes, tal como había diagnosticado el doctor, el cáncer que tenía en las entrañas tuviera tanta hambre y rabia por acabar con su vida.

Sólo respiraba. No hacía nada más. Era una respiración anormal, un inspirar y expirar ajeno a toda voluntad de él. Era su cáncer lo que respiraba, y a cada paso se lo llevaba más lejos de nosotros, que no entendíamos nada de lo que estaba sucediendo desde hacía un mes.

Su boca desprendía una baba pastosa, casi sólida. La baba de un cáncer galopante que orgulloso de su victoria se pavoneaba desprendiendo ese flujo pastoso, entre marronáceo y amarillento, entre negro y rojo, entre las manos de mi madre y las mías. Poco a poco al color de su piel amarillenta, casi inerte y flácida teñían la cama en la que se hallaba postrado del oler mortuorio de los días de entierro en los que el frío canta la eterna canción de la tristeza mientras los lutos bailan sin alegría alguna, sin remedio y sin respuesta, porque no la hay.

El cáncer inspiraba, se mofaba de nosotros durante unos quince o veinte segundos, para luego echarse a rodar como hace un niño juguetón por el campo en la forma de dos o más espiraciones informes, claustrofóbicas para mi madre y para mí, ahogados no en llanto, sino en el oxígeno apestoso de un cáncer en fiesta.

La fiesta de la muerte haciendo ruido por toda la habitación, sin ni siquiera dejar un rastro que poder tirar contra las paredes de rabia, de orgullo y de dolor. Un cáncer esquivo que ni mi padre podía maldecir porque su cerebro también canceroso sufría tanto como su pecho por no poder siquiera entender lo que es dejar de vivir, dejar de pensar, dejarlo todo de esa manera tan injusta.

Yo lo sujetaba para que mi madre pudiese pasarle un paño húmedo por el cogote y la nuca. En ese momento, si su respiración era ya de por si anormal, comenzó a formarse en una especie de golpes en el pecho, que se iba hundiendo cadas vez más hacia dentro en un inspirar e inspirar sin espirar ninguna. Mi padre antes de marcharse, quiso tomar el último trago de lo que más le apasionaba. El último trago de vida.

Sé que mi padre no supo que se iba a morir hasta que ocurrió. Abrió sus ojos de tal manera que yo, frente a él como estaba, me quedé atrapado en ellos, que probablemente no me veían a mí, sino a otra cosa, o a nada. Eran unos ojos asustados, sorprendidos, doloridos, pero que no volverían atrás aún siendo arrancados de sus órbitas, porque veían por fin a un sufrimiento que no por menos o nada sentido probablemente fue menos sabido y entendido.

Con mi padre en los brazos, miré hacia los lados en mi habitación. Mi madre llamaba por teléfono a la ambulancia en una especie de reflejo por salvar un poco más la vida de mi padre. Unos minutos más, unos días quizás, el amor de su vida seguiría allí en casa aunque fuera en esas condiciones. Quizás los milagros existían y mi madre rezaba todas las noches para que mi padre en unos segundos de lucidez le susurrara cuanto la quería y lo feliz que había sido a su lado, que lo perdonase por marcharse de esa manera. Que siempre estaría a su lado aunque fuese sin vida.

Mi madre llamaba por teléfono.

Yo, erguido con mi padre en la habitación, me miré en el espejo del tocador. No lo hice voluntariamente, pero mi rostro reflejado en él cobro vida propia. No era una imagen de mí. Era yo mismo, metido durante unos cuantos segundos tras el cristal de ese espejo.

Ese espejo, yo mi yo sin tener que serlo en realidad, se quedo ahí dentro, observando la cara de la nada, la textura de la quietud, la frontera entre la materia y lo abstracto, el poder de la seducción y el límite de la cordura.

Ese espejo me salvó la vida. Me enseño que todo lo que vemos, lo que experimentamos, lo que vivimos, no es más que una sensación, sin reflejo, una proyección de nosotros mismos, que imbuidos por nuestra visión subjetiva le damos forma según nuestro criterio, nuestra apariencia y nuestra particular visión de toda realidad que nos pueda o quiera rodear con total y único libre albedrio, ajeno a nuestro deseo.

Ese espejo me salvó la vida pero a cambio llevó en el más de ocho años. Sin poder ver la realidad de otra forma que no sea la de un yo observando desde detrás de ese cristal otro yo que quiere dejar atrás esa congelación del pasado para vivir una vida propia.

Una vida real. No una imagen de una vida.

El reloj de la mesita de noche se detuvo.

Cuántas vueltas podemos dar hasta darnos cuenta que no hemos dado un solo paso hacia adelante. Porque no somos nosotros los que lo damos, sino todo el conjunto de nuestra realidad conocida e ignorada la que camina sin cesar por mucho que nos empeñemos en que ocurre lo contrario.

Darío Méndez.