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Fuego Y Risa

La isla del viento (con Fernando Pérez Barral)

En la isla del viento todos saben todo. No hay muchos habitantes, poco menos de cincuenta personas residen en ella de forma permanente desde hace 25 años, 4 meses y 17 días exactamente. Antes de esto solo había algunas ruinas diseminadas sobre el rocoso suelo volcánico de este inhóspito accidente geográfico situado al sureste de las alejadas aguas del Mar de Z, a cientos de kilómetros de la República Imaginaria de K, el único continente que no desapareció bajo las aguas tras el Gran Desastre, hace ya más de 80 años. Algunas ruinas y muchos gatos. Nadie sabe cómo llegaron. O si estaban allí desde siempre. O si los trajeron quienes levantaron las edificaciones de las que ahora solo quedan sus rastros. Vigilantes durante la noche, apenas si se dejan ver durante el día. Noches largas y días cortos. Así se distingue el paso del tiempo en la isla.

Sus habitantes apenas se hablan entre ellos, y si lo hacen lo hacen susurrando, entre dientes, para que los gatos no les oigan. Pero igualmente lo hacen, aunque fingen no hacerlo. Este grupo de personas fue desterrado de la civilización. Inadaptados, subversivos, mercenarios, terroristas. Las incontables cabezas de la medusa. Por un fin superior, por un bien necesario.
La resistencia entre ellos se refiere a sí misma como Las Ratas. Nunca dicen este nombre en alto; trae mala suerte. Ratas, seres casi míticos, terriblemente bellos. Decidieron llamarse así porque eran enormes, daban miedo y horrorizaban al mundo. Comían de todo, hasta gatos. Y a veces seres humanos. Transmitían enfermedades y a su paso la degradación se hacía patente. Son los pocos que aún no han perdido la esperanza, que todavía tienen algo que hacer o una razón para luchar como los fantasmas. Si quedasen fantasmas, algún pensamiento insólito flotando en algún rincón, seguramente Las Ratas no harían falta, pero ahí están, conquistando casa por casa, sótano por sótano. Roen cables, hacen madrigueras y se reproducen.

Este acto, por lo demás natural, lo han elevado al nivel del arte. Del arte que ha sobrevivido. Ayer quizás habría una, puede que dos, y hoy devoran a espaldas de todo y de todos. Un nido de bigotes, colas y pelo que no para de crecer. Apelotonadas las unas sobre las otras. El mayor rey de las ratas que jamás se haya visto. La contra resistencia, en fin, existe. Por qué no habría de hacerlo. Existe como lo hacen esas cosas que existen porque muchos así lo creen. Ha cambiado de nombres tantas veces que, si hoy se sigue llamando a sí misma de alguna manera, no le importa a nadie más que a ella. Ni siquiera le importa a sus integrantes, que no consiguen ponerse de acuerdo en quién tiene razón, si ellos, si las Ratas, si cualquier otro. Tampoco les interesa; tienen lo que necesitan simplemente existiendo. Eso es todo, y por otro lado parece que no acaba más que empezar. Quizás sea la consecuencia lógica de 25 años, 4 meses y 17 días de salitre del Mar de Z, a cientos de kilómetros de la República Imaginaria de K, el único continente no devastado durante el Gran Desastre; de vivir entre ruinas levantadas por manos anónimas, de la tiranía de los gatos, de los que los trajeron, de que siempre hayan estado, o de las tres; de que las gentes de la isla del viento no se hablen más que en susurros, aunque finjan hacerlo de viva voz. De que así deba ser.

Habría que preguntárselo a ellos. Pero los desterramos por un fin superior, por un bien necesario, y ahí deben quedarse. Lejos están bien. En la isla del viento todos saben todo. No hay muchos habitantes, poco menos de cincuenta persona residen en ella de forma permanente desde hace 25 años, 4 meses y 17 días exactamente. Antes de esto solo había algunas ruinas diseminadas sobre el rocoso suelo volcánico de este inhóspito accidente geográfico situado al sureste de las alejadas aguas del Mar de Z, a cientos de kilómetros de la República Imaginaria de K, el único continente que no desapareció bajo las aguas tras el Gran Desastre, hace ya más de 80 años.

Algunas ruinas y muchos gatos. Nadie sabe cómo llegaron. O si estaban allí desde siempre. O si los trajeron quienes levantaron las edificaciones de las que ahora solo quedan sus rastros. Vigilantes durante la noche, apenas si se dejan ver durante el día. Noches largas y días cortos. Así se distingue el paso del tiempo en la isla. Sus habitantes apenas se hablan entre ellos, y si lo hacen lo hacen susurrando, entre dientes, para que los gatos no les oigan. Pero igualmente lo hacen, aunque fingen no hacerlo. Este grupo de personas fue desterrado de la civilización. Inadaptados, subversivos, mercenarios, terroristas. Las incontables cabezas de la medusa. Por un fin superior, por un bien necesario. Decidieron que descienden de las ratas, y entre ellos la resistencia se hace llamar así: las Ratas. Pero nunca dicen este nombre en alto; trae mala suerte. Ratas, seres casi míticos, terriblemente bellos. Eran enormes, daban miedo y horrorizaban al mundo. Comían de todo, hasta gatos. Transmitían enfermedades, a su paso la degradación salí de su escondite y así purificaban la tierra.

Son los pocos que aún no han perdido la esperanza, que todavía tienen algo que hacer o una razón para escapar. Como discos rayados que se quedan enganchados, recuerdan siempre lo mismo: un barco y el mar y el mar y la playa y la isla del Viento. Si se oyesen murmurar, si quedase algún pensamiento insólito flotando en algún rincón, seguramente se recostarían y morirían; pero ahí están, conquistando sótano por sótano. Roen cables, hacen madrigueras y se reproducen. Otros, encerrados en sus casas, comprenden por qué han puesto puertas, un acto por lo demás natural que han elevado al nivel del arte. Del arte que ha sobrevivido. Es práctica. Cuando llegaron no había ninguna, luego quizás habría una, puede que dos, y hoy no había una salida que no controlasen ellas. Un nido de astillas y picaportes. Apelotonadas las unas sobre las otras. Los demás huyeron de los demás hacia el centro de la isla. Siguieron lo que parecían las señales de viejas carreteras en el suelo, medio devoradas por la vegetación, asentándose en las colinas. Desde allí se susurran la misma historia, pero la han cambiado de título tantas veces que, si hoy se sigue teniendo alguno, no le importa a nadie más que a ellos.

Quizás sea la consecuencia lógica de 54 años, 8 meses y 348 de travesía por el Mar de Z, a cientos de kilómetros de la República Imaginaria de K, el único continente no devastado durante el Gran Desastre; de vivir entre ruinas levantadas por manos anónimas, de la tiranía de los gatos, de los que los trajeron, de la posibilidad de que siempre hubiesen estado allí, o de las tres; de que las gentes de la isla del viento no se hablen más que en susurros. De que así deba ser. Habría que preguntárselo a ellos. Pero los desterramos por un fin superior, por un bien necesario, y ahí deben quedarse.