Se sintió vulnerable, atrapado en el interior de aquel tremebundo desenlace que jamás tendría que haber acontecido. La observaba allí tirada, moribunda. Ni siquiera se atrevía a aproximarse a su posición inerte. De lejos, pensaba en lo que podría suceder en cuanto descubriesen su crimen. Su padre, un afamado abogado penalista, ya le había advertido de las terribles consecuencias de sus actos delictivos. Su cabeza rotó en un gesto de desesperada negación. No aguantaría tan abominables castigos. Así caviló en un rumbo distinto para su futuro inmediato. Decidido, aunque guiado por la prudencia del sigilo, se aproximó a la víctima. De cuclillas, alargando el brazo derecho, tomó del suelo los trozos de aquella figura de porcelana que minutos antes había escachado al caerle de una estantería por culpa de una ráfaga de viento que se había colado por el vano de la ventana del salón, impulsando una cortina contra dicha figura. Con los añicos apretados contra los dedos de la mano izquierda, se trasladó por el sombrío pasillo que encaminaba hacia la cocina, en donde se apresuró a agacharlos con cautelosa malicia en el fondo del cubo de la basura, sin reprimir la delación de una breve sonrisa.