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El día que murió John Lennon era laborable. Lo recuerdo porque estaba preparada para salir hacia el colegio para las clases de la tarde. Entraba a las cuatro, y bajé a la calle a eso de las menos cuarto para encontrarme con mi compañera Laura, pues solíamos ir juntas. Fue ella la que me dio la noticia:

-Mataron a un beatle ¿lo sabías?
Lo dijo con una tranquilidad que me jorobó, francamente, porque ella y todos los que me conocían sabían que mi discografía, en diciembre de 1980, sólo se componía de discos de los Beatles. Eso sí, de casi todos. Sólo me faltaban Help, Rubber Soul y Revolver. Así que su frialdad me fastidió.
-¿Qué dices, a quién? -Pregunté yo desesperada.
Creo que al de las gafas, fue en Nueva York, lo acaban de decir por el telediario.
Pero no me lo pudo certificar al 100%, y yo no pude enterarme al llegar al colegio, nadie lo sabía, porque lo que molaba entonces eran los dichosos Pecos y el maldito Miguel Bosé, y los Beatles ya no estaban buenos, y se habían separado, y sólo le interesaban a Morgana, que era una rara, todos lo sabían.
Tampoco había internet, ni podía oír la radio o ver la televisión para enterarme. No podía llamar con mi móvil a casa para que me informaran. La mayor fan de los “Fab Four”, la que sabía todas sus canciones, letra, música e historia; la que tocaba todos sus temas malamente con la guitarra, la que tenía la habitación tapizada de pósters de los cuatro de Liverpool, tuvo que pasar una de las tardes más asquerosas de su vida haciendo ecuaciones de segundo grado, traduciendo tontos textos del inglés y dibujando parábolas porque al asesino de John Lennon no le había dado la gana de matarlo en plena era de la tecnología.
Pensé que, de todos modos, daba igual quién de los cuatro hubiese sido, iba a llorar su muerte lo mismo.
El día que murió John Lennon, yo tenía catorce años.
Ana Vázquez Villareal.
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