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Pepe Chas

CUENTO DE NAVIDAD

Lo había previsto todo con la antelación suficiente para no dejar rastro. Era de vital importancia que su suicidio pareciera un accidente.


A lo largo de sus dieciocho años de comercial, calculaba haber recorrido casi un millón de kilómetros, y ahora —con cuarenta y tres, y dos hijos— después de agotado el paro y haber buscado trabajo infructuosamente durante uno, había tomado la decisión de forma irrevocable. De este modo, por lo menos, con el dinero del seguro, su mujer podría terminar de pagar la hipoteca y evitar la inminente orden de desahucio. Por supuesto ellos no sabían nada de todo este asunto; ya había sido suficiente castigo, todos los problemas que había traído el despido de Marta. Por eso, durante el último año, había salido de casa como todas las mañanas, pero en lugar de ir a la oficina, iba a la biblioteca municipal con su ordenador portátil. Allí buscaba y concertaba entrevistas de trabajo que siempre terminaban igual. Era demasiado mayor y el comercio digital hacía inútil toda su capacidad de persuasión, su correctísimo inglés, su puntualidad, su honradez, su voluntad.

Sabía que un porcentaje altísimo de accidentes de tráfico, en realidad eran suicidios. Las compañías de seguros también lo sabían, por eso había que ser muy minucioso. No solo era cuestión de que su mujer cobrara el dinero del seguro: había que evitar a toda costa la ignominia del suicidio. Por ese motivo, tres meses antes, cuando fue a cambiar el aceite al coche, le pidió al mecánico que le guardara el usado. Desde entonces lo llevaba en el maletero del coche metido en una bolsa.

Lo que más le preocupaba eran las cámaras de tráfico. En este sentido, durante semanas buscó la avenida apropiada. Tenía que ser una vía larga, para poder coger la velocidad conveniente, y con algún obstáculo suficientemente robusto contra el que impactar de forma letal. Una vez localizado el lugar, solo restaba verter el aceite en el punto preciso. Por otro lado, no quería que todo este macabro escenario pudiera provocar víctimas inocentes, así que concluyó, que el mejor momento del año para hacerlo era la noche del veinticuatro de diciembre. A eso de las once las calles estarían vacías, y el exceso de velocidad podría estar justificado por la necesidad de llegar a la cena de Navidad.

Al salir de casa, la mañana del veinticuatro, ya le había advertido a su mujer que aquel día la cosa podría complicarse un poco. Le contó que el balance de cuentas de la empresa había caído en picado, y la comida con toda la plantilla no presagiaba nada bueno. Marta notó su intranquilidad y no pudo sospechar que esta no fuera consecuencia de lo que le contaba. Antes de salir besó a los niños y les dijo que estaba muy orgulloso de ellos. Le costó horrores no echarse a llorar sabiendo que sería la última vez que los vería. Peor fue cuando abrazó a su mujer. Pensó que el alma se le salía por el pecho. La besó en los labios y, después de mirarla con amarga sonrisa, le dijo al oído que era el ser más excepcional que había conocido en su vida; que pasase lo que pasase debían de ser fuertes y mantenerse unidos. Su última mirada fue para los niños, justo antes de despedirse, justo antes de cerrar la puerta, justo antes de romper a llorar.

Para evitar que Marta pudiera cometer alguna imprudencia, que lo delatara durante los trámites periciales, había redactado un correo electrónico donde le contaba toda la verdad acerca del asunto. Llenó todo aquel amargo texto de frases de consuelo y cariño, de súplicas de perdón y ánimo, de formas de afrontar el futuro con entereza y libertad total para rehacer su vida. Lo dejó almacenado como borrador en su cuenta de correo, para enviárselo solo en el último instante; justo antes de cometer aquel disparate.

A las ocho y media la llamó desde la otra punta de la ciudad. Le dijo que —como sospechaba— aquello se iba a prolongar hasta la noche; que habían tenido que volver a la empresa porque los problemas eran más graves de lo supuesto. Le rogó que no lo llamara porque la situación era muy tensa y no iba a poder atenderla. Le dijo que si se demoraba demasiado, empezaran a cenar sin él. Más tarde o más temprano la llamaría.

Era preciso que sus movimientos, registrados por el gps de su teléfono móvil, no despertaran sospechas. Sabía que era otra de las cosas que primero se consultaban cuando se producían estos siniestros. Se dirigió a un punto donde el lugar elegido para el supuesto accidente, mediara entre este y su casa. Luego de aparcar el coche, apagó teléfono y lo guardó en la guantera. A continuación sacó del maletero la bolsa con el aceite usado. Luego entró en un bar que no conocía y pidió un café. Estuvo haciendo tiempo hasta las nueve y media. Calculaba que le llevaría una media hora llegar al lugar elegido. Entonces lo inspeccionaría por si había surgido algún imprevisto. Si no era así vertería el aceite y, después de dar un rodeo, se desharía del envase para luego volver al coche. Para entonces ya serían casi las once. Encendería el móvil para llamar a Marta y decirle que ya estaba en camino, y una vez hecho esto, le mandaría el mensaje guardado. El resto era bien sencillo. Tantos kilómetros al volante lo habían convertido en un experto conductor. Enfilaría la recta a toda velocidad y en el momento preciso —justo al pasar sobre la mancha de aceite— pisaría el freno y daría un volantazo. El coche patinaría y comenzaría a dar vueltas de campana, para terminar estrellándose contra un bloque de hormigón, que separaba la vía principal de un ramal que desviaba el tráfico, en otra dirección a un nivel inferior. Punto y final.

Así que salió del bar y comenzó a caminar. La noche era fría y el tráfico todavía intenso. Veinticinco minutos después estaba en el punto escogido. Exceptuando dos o tres personas, la calle estaba vacía. Para entonces, los coches que pasaban también menudeaban. Decidió dar un par de vueltas por los alrededores para perder tiempo sin ser visto.

A las once menos diez ya no había nadie en las calles. A pesar de las luces de la ciudad, pudo comprobar que el cielo estaba estrellado. Con una frialdad de la que no se sentía dueño, calculó la distancia precisa que debía mediar entre el bloque de hormigón y la mancha de aceite. Al llegar a este punto desenroscó el tapón del envase y comenzó a verter su contenido sobre el asfalto del carril derecho. Tomó como referencia un cartel luminoso de un establecimiento que estaba a la misma altura. Sería la marca que le indicaría el momento preciso de pisar el freno. Cuando ya había un buen charco, caminó en dirección opuesta dejando un fino rastro a lo largo del carril, hasta vaciar el recipiente. Lo más difícil ya estaba hecho. Solo restaba deshacerse del bote tirándolo en algún contenedor alejado del lugar. Luego, volver al coche y terminar con aquello.

Mientras hacía el camino de vuelta se sintió relajado. Todo había salido bien. Las calles estaban vacías y no se veían coches. Daba la impresión de que la ciudad estaba deshabitada. Aquella paz, y la ausencia de preocupaciones respecto de los preparativos, le dieron tiempo a pensar en lo que durante todo el año había evitado deliberadamente. Lo que hasta entonces intuyó que sería pánico, se convirtió en entereza. Floreció en él una personalidad estoica que justificó —ante su persona— la barbaridad que se disponía a realizar. A poca distancia divisó un contenedor de basura que le pareció perfecto para tirar la botella de aceite vacía. Mientras se acercaba pensó en que, pasado el mal trago, la familia tendría una casa propia. Su mujer recibiría una pensión digna gracias al seguro de vida, y entonces, sus hijos podrían ir a la universidad. Marta todavía era joven y atractiva; no tendría problemas para rehacer su vida. Se había preparado para afrontar aquella situación con la mayor dignidad posible, y asumir la muerte de aquella manera, le parecía el mayor sacrificio que podía hacer por lo que más quería en el mundo: sus hijos.

Sucedió entonces que, al pensar en estos, súbitamente, se le vinieron a la cabeza diferentes imágenes de los mejores momentos de su vida. Comprendió que en todos ellos, siempre estaban presentes sus hijos. Según recordaba estos instantes, su felicidad aumentaba a medida que decrecía la edad de los niños, hasta llegar al punto en que ambos eran unos bebés. Entonces tuvo que detenerse y apoyarse en el contenedor. Las lágrimas acudieron a sus ojos al recordar el olor de cuando eran tan pequeños, al recordar todas aquellas noches en vela para atenderlos, al recordar todo el amor dado y recibido. Lloró y lloró, hasta caer al suelo desmoronado. Allí siguió gimiendo como un desgraciado. Con el alma desgarrada por el dolor miró al cielo y balbuceó alguna plegaria incomprensible. Pensó en la triste coincidencia de que, precisamente el día de Nochebuena, todos aquellos factores se hubieran juntado en tan dramático punto.

Después de agotar todas sus lágrimas, después de haber moqueado y babeado desesperadamente, sentado en el suelo con la cara entre las rodillas y la espalda contra el contenedor —ya en silencio— volvió a mirar las estrellas. Permaneció un largo instante contemplando el firmamento, perdido entre la multitud de galaxias.

Entonces ocurrió algo insólito: vio pasar una estrella fugaz y al unísono oyó un gemido muy agudo. Abrió los ojos sorprendido. Miró hacia ambos lados y afinó el oído. Todo estaba en silencio. Al momento, volvió a oír el mismo gemido. Su corazón comenzó a palpitar rápidamente cuando se incorporó. Prestó atención y el gemido se oyó por tercera vez. Ahora sí sabía de dónde venía. Abrió el contenedor con delicadeza. Estaba lleno de bolsas y cajas con desperdicios. Introdujo una mano y separó algunas de ellas. Entonces, al apartar unas toallas, sintió que se le empapaba la mano. La retiro presto y vio que era sangre. Volvió a oír otro gemido, pero esta vez nítidamente. Apartó más bolsas y —cuidadosamente— deshizo aquel hatillo de manchas rojas. Entonces, allí, entre toda aquella basura, apareció un niño recién nacido completamente desnudo. Todavía tenía el cordón umbilical ensangrentado. Apoyó la tapa del contenedor sobre su cabeza y deslizó su mano izquierda bajo la nuca del bebé, mientras con la otra lo sacaba pasándosela por la espalda.

El niño temblaba de frío, así que, apoyándolo a lo largo de su brazo, consiguió bajar la cremallera del abrigo con la mano libre. Primero sacó un brazo —con el que tomó al niño— y luego sacó el otro. A continuación lo arropó envolviéndolo y lo apretó contra su pecho. El bebé volvió a gemir, pero esta vez no tan agudo. Olía exactamente igual que sus hijos al nacer.

Antes de echar a correr, volvió a mirar las estrellas.

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